El cementerio de las buenas intenciones.
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Autor: Pelayo Méndez.
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viernes, 19 de octubre de 2007

Cansancio

Era un día de sueño pesado, de esos en los que cargas con la almohada hasta que anochece. A la hora de comer había quedado con T. en un parque cerca de mi oficina. Lo encontré como siempre leyendo, sobre un banco de madera, balanceándose en un equilibrio casi imposible, sentado en el respaldo y con los pies sobre el asiento.
- Siempre llegas tarde - me dijo sin levantar la vista.
Después cerró el libro y de un salto brusco se plantó frente a mi. No parecía contento.

- Bueno ¿qué pasa? - pregunté indicándole el camino que debíamos seguir. - Vamos a comer algo, tengo hambre.

T. se detuvo en seco y me observó con frialdad.
- ¿Por qué ha tenido que pasar algo? - me fijé en el libro que llevaba, un ejemplar manoseado y con las hojas sueltas de la Odisea.
- Bueno, no sé... - respondí - nunca me llamas a estas horas. Además hace mucho tiempo que no nos vemos. Algo habrá pasado ¿no?
Volvemos a andar. Salimos del parque y bajamos un par de calles hasta llegar a un pequeño café donde sirven comidas. Pedimos dos cervezas y un par de bocadillos. En cuanto nos sirvieron me abalance sobre mi plato tratando de recordar la última vez que había comido. T. no probaba bocado del suyo, apuraba la cerveza constantemente, sin dejarla nunca sobre la mesa, bebiendo en pequeños sorbos.
- He dejado a M. - me dijo de pronto.
No me sorprendí. Hacía ya tiempo que lo veía venir, era sólo cuestión de que encontraran su momento.
- ¿Cómo ha sido? - pregunté.

T. ladeó la cabeza y se tapó la boca con la mano tratando de contener la risa. El gesto me sorprendió.
- Verás... - comenzó - discutimos como siempre pero esta vez le dije que se acabó. No se lo tomó demasiado mal. Agarró su maleta y se fue a casa de sus padres. El caso es que...

Hice un gesto al camarero para que nos sirviera dos cervezas más. Sin preguntar agarré el bocadillo de T. Él me hizo un gesto con la mano animándome a que lo cogiera.
- ¿Te acuerdas de D.? - dijo.

- Pues... claro. Cómo no me voy a acordar. Estuvimos juntos un año.
- Si, claro. Aunque supongo que hace más de diez años que no la ves probablemente. Da igual... Resulta que después de discutir con M. estaba en casa, nervioso, no podía ni leer. Revisé todos los armarios pero no había ni una gota de alcohol. Así que decidí salir a tomar algo. Mientras buscaba algún bar que no estuviera muy lleno escuche como alguien me llamaba a mi espalda. Me giré y era ella, D. Hablamos un rato, le conté lo que acababa de pasar y bueno... se ofreció a acompañarme. Paseamos, bebimos, hablamos y al final terminamos en mi casa. Total que a eso de las nueve de la mañana me despierto, estaba alucinado con la situación, con que D. estuviera desnuda sobre mi cama, hacia más de seis años que no estaba con nadie más que con M. Entonces me pareció oír un ruido en el salón. No le di importancia, traté de volver a dormir pero de repente noté que se abría la puerta de la habitación, alguien me agarró del hombro y susurró mi nombre. Entonces entreabrí los ojos y vi que era M.
- Espera, espera, me estás tomando el pelo, - le interrumpí.
- No en serio, había venido a buscar sus cosas, todavía tenía la llave de casa claro.
- Y te encontró con D.

- Sí - dijo suavemente T.
- ¿Y qué hiciste?

T. posó su cerveza vacía sobre la mesa y se enmascaró tras una mirada de orgullo.
- Pues nada... me di la vuelta y volví a dormir.
No sabía que decirle. M. no me caía demasiado bien pero siempre me pareció buena persona. T. encendió un cigarrillo y me ofreció otro.

- ¿Cuando ocurrió eso? - le pregunté.
- Hace dos meses.
- Pero cómo no me has dicho nada. ¿Dónde está M.? ¿Y ahora qué?
- Ahora nada. No sé nada de ella. Supongo que se habrá inventado mil historias en su cabeza, ya sabes como es. Vivo en el mismo piso, desde aquella noche con D. Podrías pasarte a cenar esta semana se alegrará de verte.
El camarero nos sirvió dos cafés. Brindamos con ellos, T. con energía, yo casi disculpándome. Mientras los bebíamos en silencio recordé aquel día en la universidad, era época de exámenes, estudiábamos algo de cultura clásica. T. estaba especialmente lúcido en aquellos días. Era el comienzo del verano, nos habíamos pasado la noche estudiando y estábamos tirados sobre la hierba frente al campus, quejándonos de nuestra última ruptura amorosa y recitando en alto la lección aprendida. Bromeábamos, en un momento dado le pregunté; "¿qué cantaban las sirenas?" y T. me respondió "cantaban como si fueran las hijas de la memoria, las que inspiraron a los aedos, a los poetas que inmortalizaron las hazañas de los héroes" Resultaba gracioso oírle con aquel tono solemne. Yo estaba triste por D. en aquel entonces y pensé que tal vez ese era también el destino del corazón, confundir sirenas y musas, dejarse arrastrar por su canto dulce hacia los acantilados de la belleza. Como si me hubiera escuchado, la voz de T. se había elevado de nuevo: "Es el camino del corazón un camino sin retorno, el camino del olvido donde te acompaña siempre del recuerdo de un hogar en el que viviste un día y al que sabes que jamás podrá realmente regresar". Su voz sonaba triste, me incorporé y le observé enjuagándose una lágrima, lo recuerdo claramente porque fue la única vez en todo el tiempo que le conozco que le vi llorar.
T. apuró su café y volvió a su libro. Bostezo.
- Yo también estoy cansado, - dijo.
Encendí otro cigarrillo. No había vuelto a pensar en aquella escena durante años. Hasta aquel momento nunca había comprendido que aquellas lágrimas no eran tristeza, tan sólo falta de sueño.

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