El cementerio de las buenas intenciones.
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Autor: Pelayo Méndez.
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jueves, 6 de diciembre de 2007

Me pides que imagine tu domingo

El domingo fue aquel día. Nunca hubo más. Abandonaste el sueño al amanecer, hacía algo de frío y la lluvia se precipitaba ruidosa sobre el patio interior al que daba la ventana de tu habitación. Las sábanas que cubrían tu cuerpo eran suaves y ligeras. Te levantaste. La casa estaba en silencio y recordaste sin prisa a tus padres camino del pueblo, que tu hermano hacía meses no vivía con vosotros, que estabas sola y desde pequeña eso siempre te había asustado, incluso a veces te hacía llorar.
Después de una ducha y un poco de café bajaste a la calle. Había dejado de llover y un sol pálido de invierno reinaba en el cielo. La prensa esperaba en la tienda de la esquina, el último ejemplar de tu diario favorito que pagaste con la sonrisa en los labios del triunfador que madruga justo a tiempo. Y ya en la plaza, sentada en un banco, se acercó a ti aquel viejecito que veías pasear de tarde en tarde por tu calle, siempre con su sombrero gris de ala ancha y un bastón recogido bajo el brazo que no necesitaba tocar el suelo. Se sentó a tu lado y te pidió que le escucharas. Entonces contó que solía escribir poesías aunque apenas le quedaba pulso para sujetar con fuerza el lápiz. Te contó que su nieta solía pedirle versos y él a cambio una palabra con la que comenzar, que algunas veces ella traía a sus amigas para dedicarles un poema pero que algunas no le inspiraban y tenía entonces que disculparse fingiendo que un tremendo dolor de cabeza le impedía pensar. Te preguntó si podías regalarle una palabra para comenzar y elegiste la última que acababas de escribir en el crucigrama del diario. Después anotaste uno a uno en las páginas del periódico los versos que recitaba el anciano.

Mira como tú rostro
inunda de luz el día,
las nubes retroceden
para que brille el sol.

Mira como el espejo de los hombres
te devuelve la alegría
que tu sonrisa les regala.

Cierra los ojos dulcemente
y notarás como en tu oscuridad
también hay luz.

Los leíste despacio. Primero para t,.después en voz alta y el anciano sonrío satisfecho. "No están del todo mal. Son bonitos", dijo, "debo tratar de recordarlos". Le ofreciste entonces la página escrita pero el la rechazo. Al despediros te pidió que cuando pasaras de nuevo a su lado, aunque tuvieras prisa al menos, le devolvieras el saludo con una mirada. Asentiste con la cabeza. Regresaste a casa.
Llego la tarde sin previo aviso y te encontró dormida en el sofá. La televisión encendida. El sueño del que volvías era confuso y apenas recordabas una calle, el reloj, algunas caras, todo restos sin importancia. Armada de tranquilidad te asomaste a la ventana para contemplar al fondo de los edificios, partiendo la ciudad en dos, la montaña que hacía tiempo no visitabas. Volviste a la calle, tomaste el autobús y sentada en la última fila de asientos esperaste a que la ruta llegará a su final. Te apeaste después de preguntar al conductor si aquella era la última parada. Dijo que sí.
La carretera por la que ascendías a pie se volvía cada vez más empinada. La franqueaba un tímido bosque de pinos que al ir desapareciendo dejaba a la vista la ciudad, inmensa a tus pies. Subías cada vez más, sin prisa, hasta que los edificios se convirtieron en el juguete que un niño deja olvidado en el parque de arena del recreo. Podías ver ya la antena que coronaba la cima, estabas cerca, podías ver el viejo bunker destrozado durante la guerra, recubierto ahora de graffitis con caras, nombres, promesas. Te sentaste en su techo, junto a la antena y levantaste la vista al cielo para buscar un avión al que pedir un deseo, segura de que se cumpliría como tantas veces antes que no lo hizo. Y luego la ciudad, con la noche acechando en las esquinas y las luces que poco a poco se encendían. Buscaste en ella el colegio, primero tu casa, luego la otra casa, el edificio más alto, la catedral y muy cerca el parque donde solías jugar de niña. Seguiste con la mirada las paradas de la línea de metro que te llevan al trabajo, el trozo de playa al que te gustaba ir cuando llegaba el verano. Y poco a poco la oscuridad se fue imponiendo hasta que se encendieron en la antena las dos luces rojas que indicaban el momento de partir. Toda la ciudad estaba para entonces iluminada y cada farola parecía un pequeño incendio que amenazara con arrasarlo todo y tu pupila tomo prestadas para el camino alguno de aquellos brillos.
El domingo fue aquel día. Nunca hubo más. En el que al regresar a casa, buscando la hora de la cena, con tu periódico convertido en cuaderno bajo el brazo te sentaste en el sofá de la sala. Leíste de nuevo los versos que te había dedicado el anciano. Escuchaste la música sorda de la casa. Pronto terminaría. Cerraste los ojos. Descubriste inquieta que era cierto que la oscuridad brillaba y al abrirlos y mirar por la ventana, hacía la noche, los posaste sobre las dos luces rojas de la antena de repetición. Y pensaste que quizás al otro lado de la montaña él estaría también mirándolas. Que puede que alguna vez pensara en las tardes que pasasteis bajo ellas y que esta noche soñaría con tu secreto, con un reloj invisible que cuenta las horas que aún os faltan para volver allí juntos.

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