El cementerio de las buenas intenciones.
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Autor: Pelayo Méndez.
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jueves, 5 de julio de 2007

A.

Para B.

A. vive en un sexto piso sin ascensor. La escalera de su portal parece la de un faro. Gira sobre si misma de forma imposible, recuerda que debo dejar de fumar. La puerta del piso de A. está abierta. Me la encuentro con un martillo en la mano paseando por el pasillo, señala una de las habitaciones y desaparece tras una puerta. Las paredes del cuarto están sin pintar, no hay un solo mueble y el suelo está recubierto con plásticos. En el centro de la habitación hay un maniquí, un torso de mujer recubierto de clavos y pintado con spray negro. El cuarto parecería un garaje de no ser por una diminuta ventana al fondo que da sobre un patio interior, un colchón de matrimonio desnudo en uno de los rincones, un cuarto de baño sin puerta. Es un garaje.


A. entra en la habitación, deja el martillo en el suelo y me da un beso. “Es una pieza que tengo que acabar para esta tarde”, me cuenta. Miro al maniquí totalmente taladrado excepto en los pechos y en los labios que han sido pintados con spray. “¿Para qué es?”, le pregunto. “Un pase de modelos que hacen esta noche.”, contesta. “¿Y te pagan?” A. se sonríe, mira su obra, la señala con el dedo. “¿Crees que estaría taladrando un maniquí con puntas si no me pagaran?” Pienso que tiene razón, no se porque me molesto en preguntar. Nos quedamos mirando el maniquí durante unos segundos. No sé que decir. “No, no me pagan”, interrumpe A. “¿Quieres una café?” La verdad es que no me apetece pero le digo que sí.


Parece contenta. Hoy ha vendido dos de sus cuadros así que bajamos a celebrarlo al bar. Nos sentamos en una mesa y pedimos una botella de vino blanco. A. habla de sus cuadros. Cuando habla de arte en lugar de decir “Yo” se cita a si misma en tercera persona. Algunas veces me cuesta seguirla y acabo perdiéndome, no sé si está hablando de ella o de una amiga suya. “Ahora vuelvo”, suelta de golpe y desaparece por la puerta del bar. Sacó el libro que estoy leyendo del bolsillo y me dispongo a esperar. De pronto alguien me arranca el libro de las manos. Levanto la vista, hay una chica rubia, parece salida de una película de Polanski, mitad mujer mitad gata. Como se la nota bebida pienso que se ha equivocado de silla. Miro alrededor pero no logro imaginar en que mesa puede estar sentada. “¿Por qué lees esto?”, pregunta la chica Polanski. “¿Qué debería leer? ”, respondo mientras trato de recordar si me he afeitado esta mañana. “Rimbaud”, concluye. No sé porque me molesto en preguntar. “No está mal este libro.” (Es Dios), contesto. “Era un pijo”, dice ella, “ no hablaba de cosas importantes... o a Baudelaire”, añade. En fin... La conversación acaba de subir de nivel. Prefiero quedarme callado. La chica Polanski diserta un buen rato sobre clases sociales y poesía. En menos de cinco minutos seguro que se pone a hablar de Bukowski. Me presta escucharla aunque a veces levanta demasiado la voz.


“Hola”. A. está de pie junto a la mesa clavando su mirada en la chica Polanski, con esa sonrisa en los labios que indica que algo va a salir mal. Se sienta con nosotros sin perder de vista a la chica que también se ha puesto a sonreír. “¿De que habláis”, pregunta. Ahora me mira a mi. “De Proust”, contesto, “No le gusta”. Antes de que pueda añadir “ ...como a ti” A. se inclina hacia la chica Polanski. No escucho que le dice. Treinta segundos después la chica Polanski sale por la puerta del bar. Silencio. “¿No te quieres ir con ella?”, pregunta al fin A. No sé que contestar, sea cual sea la respuesta va a ser mala. “Nunca se puede quedar contigo...”, comienza a gritar, se levanta airadamente y sale del bar. Trato de ir tras ella pero cuando alcanzo la calle y miro a ambos lados alguien me agarra del hombro. Al volverme encuentro al camero del bar sujetándome. “La cuenta”, dice. ¿No había pagado ella? “Una botella de vino y seis cervezas”. ¿Qué cervezas?”, respondo. “Las de la chica rubia que estaba con vosotros.” Ya. No sé porque me molesto en preguntar. Busco en mis bolsillos pero sólo llevo unas monedas. A ver como le explico que tengo que ir a un cajero. Miro hacia la mesa en la que estaba sentados y se me ocurre que tal vez acepte el libro como prenda. De momento decido sonreír, pedir otra cerveza y tratar de olvidarme de esos martillazos que me parece estar escuchando de fondo.

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