Interior noche
Existe un bar de luces apagadas, escondido en una calle tranquila no sé muy bien dónde. Llegué hasta allí arrastrado por un hombre de sombrero gris que me prometió invitarme a una copa si le acompañaba. Se llamaba Antuan, al menos eso fue lo que él me dijo. Sentados en una de las mesas del local hablamos de libros y mujeres, lo normal a esas horas de la madrugada, exagerando las historias y dando rienda suelta a las mentiras. De pronto se quedó callado y al levantarse se despidió levemente pero en lugar de ir hacia la puerta se perdió entre la masa que ocupaba la pista de baile. Decidí esperar y acabar la copa que había dejado intacta antes de irse, supuse que ese era el trato pues él se había quedado con mi paquete de tabaco. Observaba a los clientes que deambulaba por el bar, tratando de seguir el ritmo de la música con la cabeza, buscando con la mirada nuevos rincones. De vez en cuando veía aparecer el sobrero de Antuan entre la gente y perderse de nuevo de vista entre los bailarines, como un velero que en mitad de la noche surge entre las olas para desaparecer de nuevo. Aburrido, me perdía en imaginar las consecuencias de la gente que me rodeaba, extrañamente tranquilos para un local de esas horas. Una pareja se sentó a mi lado, hablaban francés, sirvieron un par de rayas de cocaína sobre la mesa, al ver que la chica sacaba un paquete de cigarrillos le pedí uno. Mientras fumaba oteaba la pista viendo aparecer y desaparecer el sobrero, unas caldas más tarde el chico se levantó y se escapó la puerta del local. Noté que la chica me observaba.
- Hola – dijo. La miré sin contestar.
- ¿Te aburres? – insistió.
- No, – respondí sintiéndome al instante culpable, - estoy bien.
Ella calló y posó los ojos en la distancia. Tenía las pupilas dilatadas y se mordía el labio con ansiedad. Necesitaba hablar.
- ¿De que parte de Francia eres? - le pregunté.
Ella sonrío.
- De Nueva Caledonia.
¿Dónde demonios está Nueva Caledonia? pensé, ni siquiera sé dónde está Caledonia, se me antojó el nombre de un estado americano perdido en un desierto. No me atreví a preguntar. Supuse que lejos y al fijarme de nuevo en los rasgos de la chica les di el adjetivo de maories sin mucha convicción.
- Estás muy lejos de casa – susurre.
Ella volvió a sonreír.
- Si, he vivido en muchas partes, en muchos sitios distintos. Antes en Italia, en Francia, en Portugal... y ahora Barcelona. Me gusta esto.
Miré a mi alrededor, si descontaba a los cocainómanos y los pastilleros debían de quedar una decena de personas sobrias muertas de sueño en el bar. Las paredes estaban desconchadas y las pocas luces que aún sobrevivían alumbraban manchas de humedad.
- A mi también me gusta – añadí, - ¿Cuanto tiempo llevas en esta ciudad?
- Tres años, creo que es mi sitio... ¿sabes por qué?
- Pues no – respondí distraído.
- Porque estoy perdida – aseguró cayendo en un silencio plácido.
Las puertas del local se abrían y se cerraban sin parar, la gente llegaba y desaparecía como las olas a una playa, apenas quedaba espacio libre en la pista, debía de ser el único local abierto en quilómetros a la redonda.
- En Barcelona hay muchas personas perdidas – continúo ella – perdidas pero que se encuentran. Y cuando se encuentran organizan cosas. Pero no puedes llegar hasta aquí planeándolo. No soy una guiri. Simplemente lo encuentras. Por eso me gusta...
Comencé a no entender lo que decía. Hablaba de sus padres y de teléfonos. No tuve fuerzas para interrumpirla. Llegó el silencio de nuevo y sin previo aviso ella se pudo en pie como si acabara de recordar algo muy importante.
- Ahora tengo que irme – dijo – pero te conseguiré un cigarro.
Después desapareció, por el mismo camino que el hombre del sombrero. Calculé los minutos que me quedaban de bebida y me perdí en imaginar Nueva Caledonia. Pensaba en palmeras y aguas cristalinas, en cielos abiertos y cabañas, en todas esas tonterías de europeo que nos vienen a la cabeza cuando escuchamos un nombre nuevo que siempre parece nombrar un lugar exótico. Cuando estaba a punto de acabarse la bebida ella apareció de nuevo. No esperaba volver a verla. La acompañaba un chico de mirada agresiva que me atravesó como un puñal.
- Toma – dijo ella inclinándose hacia mi y poniéndome en la mano dos cigarrillos.
Los acepté y traté de devolverle una mirada lo más agradable posible.
- No me he quedado con tu nombre, - preguntó entonces Nueva Caledonia.
Se lo dije. No lo entendió.
- Yo soy #!% - dijo ella.
- ¿Cómo? - pregunté.
- Como nada pero sin a – respondió mientras chico de la mirada agresiva la agarraba del brazo arrastrándola hacia la puerta.
- Y este es mi amigo el de los cigarros – me gritó.
- Encantado, – añadí, pero no creo me oyera.
La puerta del local se cerró de golpe detrás suyo y yo me quedé inmóvil, sujetando con una mano su a y con otra el tabaco hasta que noté al hombre del sombrero sentado de nuevo junto a mí.
- Antuan - le dije ofreciéndole un cigarrillo - ¿estamos perdidos? - y él, gentilmente, se quitó el sombrero para saludarme, después se levantó y volvió a irse, esta vez camino de la puerta. Al quedarme solo tuve la sensación de que nunca podría salir de aquel lugar. De algún modo aún sigo allí.
- Hola – dijo. La miré sin contestar.
- ¿Te aburres? – insistió.
- No, – respondí sintiéndome al instante culpable, - estoy bien.
Ella calló y posó los ojos en la distancia. Tenía las pupilas dilatadas y se mordía el labio con ansiedad. Necesitaba hablar.
- ¿De que parte de Francia eres? - le pregunté.
Ella sonrío.
- De Nueva Caledonia.
¿Dónde demonios está Nueva Caledonia? pensé, ni siquiera sé dónde está Caledonia, se me antojó el nombre de un estado americano perdido en un desierto. No me atreví a preguntar. Supuse que lejos y al fijarme de nuevo en los rasgos de la chica les di el adjetivo de maories sin mucha convicción.
- Estás muy lejos de casa – susurre.
Ella volvió a sonreír.
- Si, he vivido en muchas partes, en muchos sitios distintos. Antes en Italia, en Francia, en Portugal... y ahora Barcelona. Me gusta esto.
Miré a mi alrededor, si descontaba a los cocainómanos y los pastilleros debían de quedar una decena de personas sobrias muertas de sueño en el bar. Las paredes estaban desconchadas y las pocas luces que aún sobrevivían alumbraban manchas de humedad.
- A mi también me gusta – añadí, - ¿Cuanto tiempo llevas en esta ciudad?
- Tres años, creo que es mi sitio... ¿sabes por qué?
- Pues no – respondí distraído.
- Porque estoy perdida – aseguró cayendo en un silencio plácido.
Las puertas del local se abrían y se cerraban sin parar, la gente llegaba y desaparecía como las olas a una playa, apenas quedaba espacio libre en la pista, debía de ser el único local abierto en quilómetros a la redonda.
- En Barcelona hay muchas personas perdidas – continúo ella – perdidas pero que se encuentran. Y cuando se encuentran organizan cosas. Pero no puedes llegar hasta aquí planeándolo. No soy una guiri. Simplemente lo encuentras. Por eso me gusta...
Comencé a no entender lo que decía. Hablaba de sus padres y de teléfonos. No tuve fuerzas para interrumpirla. Llegó el silencio de nuevo y sin previo aviso ella se pudo en pie como si acabara de recordar algo muy importante.
- Ahora tengo que irme – dijo – pero te conseguiré un cigarro.
Después desapareció, por el mismo camino que el hombre del sombrero. Calculé los minutos que me quedaban de bebida y me perdí en imaginar Nueva Caledonia. Pensaba en palmeras y aguas cristalinas, en cielos abiertos y cabañas, en todas esas tonterías de europeo que nos vienen a la cabeza cuando escuchamos un nombre nuevo que siempre parece nombrar un lugar exótico. Cuando estaba a punto de acabarse la bebida ella apareció de nuevo. No esperaba volver a verla. La acompañaba un chico de mirada agresiva que me atravesó como un puñal.
- Toma – dijo ella inclinándose hacia mi y poniéndome en la mano dos cigarrillos.
Los acepté y traté de devolverle una mirada lo más agradable posible.
- No me he quedado con tu nombre, - preguntó entonces Nueva Caledonia.
Se lo dije. No lo entendió.
- Yo soy #!% - dijo ella.
- ¿Cómo? - pregunté.
- Como nada pero sin a – respondió mientras chico de la mirada agresiva la agarraba del brazo arrastrándola hacia la puerta.
- Y este es mi amigo el de los cigarros – me gritó.
- Encantado, – añadí, pero no creo me oyera.
La puerta del local se cerró de golpe detrás suyo y yo me quedé inmóvil, sujetando con una mano su a y con otra el tabaco hasta que noté al hombre del sombrero sentado de nuevo junto a mí.
- Antuan - le dije ofreciéndole un cigarrillo - ¿estamos perdidos? - y él, gentilmente, se quitó el sombrero para saludarme, después se levantó y volvió a irse, esta vez camino de la puerta. Al quedarme solo tuve la sensación de que nunca podría salir de aquel lugar. De algún modo aún sigo allí.
2 comentarios:
Perfecto, bien perdidos, estamos bien perdidos. Muy bueno.
J.
"Como nada pero sin a", que bonito es esta frase. Te ofrecire un cigarillo la proxima vez que te veo, asi por nada...Nos vemos
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