El cementerio de las buenas intenciones.
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Autor: Pelayo Méndez.
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viernes, 2 de noviembre de 2007

La playa (II)

La sala de espera del hospital está practicamente vacía, habitualmente suele ser uno de esos lugares fuera del tiempo pero hoy es como si también aquí fuera domingo. Sentados frente a mi una pareja de ancianos contempla estoicamente el techo. De vez en cuando la mujer baja la mirada hacia mis pies descalzos, entonces, como una ballena que acabara de emerger a la superficie, inicia un largo resoplido de indignación que culmina en el rostro impasible de su marido, después vuelve al techo. La mayor distracción que tenemos son los paseos del enfermero que entra y sale por la puerta de urgencias que está a nuestra izquierda. Cuando surge de ella luce una sonrisa en su rostro que se va apagando a medida que atraviesa la sala en busca del próximo paciente. Por los altavoces de la sala una voz de mujer indica de tanto en tanto a los doctores que deben acudir a uno u otro lugar del hospital. Llevo aquí casi dos horas cuando por fin el enfermero se acerca y tras entregarme unas zapatillas de quirófano se ofrece a acompañarme. Atravesamos las puertas prometidas y avanzamos lentamente por un pasillo con habitaciones dinteladas en los laterales. De pronto el enfermero se detiene frente a una de las salas y me indica que entré sin decir una palabra. Es un cuarto pequeño sin ventanas donde hay una camilla y un armario con instrumental médico cubriendo una de las paredes. Tras abrir uno de los compartimentos del armario el enfermero me ofrece una especie de manta muy ligera. "Desnudate de cintura para abajo y tumbate ahí. La doctora vendrá enseguida," murmura con desgana, después se da media vuelta y se va. Al quedarme solo me asalta la certeza de que voy a morir. No es que espere que vaya a pasar en ese momento, pero esta habitación me ha recuerdado de golpe que moriré algún día. Intento no pensar en ello, de momento sigo aquí me digo y la situación tal vez debería recordarme más al nacimiento más que a la muerte. Tumbado, desnudo, y esperando a que aparezca una desconocida por la puerta, esto se está convirtiendo en una fea costumbre.
Noto como alguien pasa apresuradamente frente al cuarto y entra en la habitación contigua. Escucho unas cuantas voces y de nuevo pasos, incorporo un poco la cabeza y veo a la doctora que está a punto de entrar en mi habitación cuando aparece el enfermero que la agarra del brazo. Los pierdo de vista. "¡Que putada!" oigo que le dice. "Te han puesto tres guardias para este mes." Silencio. "¿Cómo que tres guardias? había pedido seis. Que me las pongan." Parece que ella se ha enfadado. "¿Lo dices en serio?" pregunta el enfermero. "Claro que si," reponde la doctora, "me ayudan a mantenerme despierta." Y con la frase a medio decir entra bruscamente. Estoy a punto de emitir un saludo cuando sin mediar palabra la doctora tira de la manta con la que me cubro arrojándola al suelo.
- Vamos a ver que dijo el ciego,- grita sin dirigirme la mirada, - enseñame el cuerpo del delito.
Es oficial, no queda una mujer cuerda en este mundo. Me agarra el cuerpo del delito y lo zarandea. Sonríe.
- Esto es genial, - grita de nuevo.
Bueno, en realidad no es para tanto, pienso.
- Felicite usted a su novia de mi parte, es una artista, se lo ha roto pero bien.
¡Qué me ha roto el qué! ¿De qué habla?. Levanto de nuevo la cabeza y la observo, es bastante guapa, muy joven, creo que es la primera vez que me atiende un médico menor que yo, vuelvo a pensar en la muerte y la cabeza cae pesadamente.
- No te entiendo, - consigo decir.
Se acerca la cabecera, me mira con ojos nerviosos. Estoy a punto de preguntarle por el consumo de anfetaminas entre los profesionales de la medicina cuando sin decir nada vuelve a salir de la habitación a toda velocidad. No lo puedo creer. Me siento en la camilla y examino mi entrepierna ¿Qué se habrá roto? El fluorescente que ilumina la habitación parpadea, tomo conciencia de que estoy desnudo y recojo la manta del suelo para cubrirme con ella. La doctora vuelve a entrar en la habitación con un cuaderno de notas en la mano, lo apoya en la camilla y comienza a dibujar. Me pregunto si sabe que estoy aquí. Al cabo de un rato arranca la hoja del cuaderno y me la enseña. No es un mal dibujo, ella incluso parece orgullosa de él, y mientras sonríe comienzan a venirme a la cabeza nombres de la larga tradición entre el consumo de estupefacientes y la pintura.
- Ves, - comienza la doctora -esto es el prepucio, se ha roto aquí. Pero está muy bien, normalmente tenemos que operar pero ya está cicatrizado y todo. Ahora te doy una crema para que te cuides y te puedes ir. Has sangrado mucho ¿no?

- Como para inundar una casa. - contesto en voz baja. Miro de nuevo el dibujo.
- ¿Me lo firmas? - pregunto.
Me mira sin comprender. Cinco minutos depués, descalzo de nuevo, recorro el pasillo hacia la puerta de salida, con la receta de la crema en el bolsillo y el dibujo autografiado del cuerpo del delito en la mano. Cuando salgo a la calle el domingo cae de golpe sobre mi, hace calor, me entran ganas de ir a la playa al menos allí nadie me mirará por ir descalzo, después cambio de idea, decido que antes pasaré por casa de la pintora y le dejaré el dibujo en el buzón.

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