M.
Ella se marchó en un barco. Le conté que al mirarla me dolía el corazón, tenía los ojos negros, sonrío. Aquella noche, antes de acostarme, subí a la azotea y fumaba dejando que el humo flotara en forma de nube sobre la ciudad, de una ventana irradiaba la música de las horas perdidas mientras Ella dormía en una de aquellas casas que se adivinaban en el aire. Mañana dormiría en el mar.
Leí su nombre en una novela después la conocí. Nos veíamos por azar apenas calculado, en un bar de luces rojas y paredes negras. Había cruzado el océano desde la tierra que descubrimos sin querer buscando el final del mundo. Llegó con la mirada apartada, el rostro semioculto tras el cabello, la promesa de que cuando decidiera volver a observar las cosas lo haría con una palabra dulce en los labios. Me mostró más de cien vidas, una por cada noche que pasamos juntos; de princesa, de sirena, cortas, largas, tristes, cada vez mejor contadas, personajes que cambiaban de amigos a enemigos, mentiras, medias verdades. Pasábamos las tardes hablando en su habitación, jugando a no pisar la calle y descolgábamos por el balcón una cesta atada a una cuerda para pedir tabaco o comprar cerveza a los vendedores ambulantes. Pero cuando la ciudad quedaba vacía la recorríamos con paso rápido, abandonándonos a descansar en las plazas o en los parques. Nos cruzábamos con hombres que no existían, parejas ebrias, solitarios que caminaban con las manos en los bolsillos. Durante esos paseos, sin previo aviso, Ella estallaba como una tormenta de verano, decidiendo el estado de ánimo del mundo, enfurruñada por no encontrar un orden a palabras que acababa de escuchar. Entonces sus ojos pesaban demasiado, obligándome a desviar la mirada hacia los balcones de los edificios o a seguir con la vista el pedazo de calle que íbamos dejando atrás. De golpe se detenía, oteaba el viento como si fuera a contarle algún secreto y reanudaba la marcha sonriendo, en silencio, sin mencionar el mal sueño que acababa de atravesar. Ella los llamaba paseos de luna, a mí me gustaba oírselo decir.
El último amanecer nos encontró en un mercadillo del barrio viejo, buscando un ejemplar de Moby Dick. Le escribí mi dirección en una de sus páginas. No nos despedimos. Ella me prometió cartas que llegaron en sobres color crema con mi nombre escrito en letras rojas, ningún remite. Las escondí una a una en un cajón, aguardando para abrirlas el día en que terminaran. Creí saber que había llegado ese día la noche en que volví a verla, nacer de la pared negra, enredarse lentamente en la luz pálida del bar. Pero no era ella. Entonces volví a casa, abrí el cajón, cogí su última carta y subí a la azotea. En el aire flotaban los restos de la lluvia de la tarde. la música ausente se refugiaba en el silencio. Me apoyé en la cornisa y comencé a leer:
Mar de plata, 2 de julio.
Hoy maté al capitán. La noche es tranquila y las aguas color perla. Me he dado cuenta de que las olas nunca regresan al mar...
Leí su nombre en una novela después la conocí. Nos veíamos por azar apenas calculado, en un bar de luces rojas y paredes negras. Había cruzado el océano desde la tierra que descubrimos sin querer buscando el final del mundo. Llegó con la mirada apartada, el rostro semioculto tras el cabello, la promesa de que cuando decidiera volver a observar las cosas lo haría con una palabra dulce en los labios. Me mostró más de cien vidas, una por cada noche que pasamos juntos; de princesa, de sirena, cortas, largas, tristes, cada vez mejor contadas, personajes que cambiaban de amigos a enemigos, mentiras, medias verdades. Pasábamos las tardes hablando en su habitación, jugando a no pisar la calle y descolgábamos por el balcón una cesta atada a una cuerda para pedir tabaco o comprar cerveza a los vendedores ambulantes. Pero cuando la ciudad quedaba vacía la recorríamos con paso rápido, abandonándonos a descansar en las plazas o en los parques. Nos cruzábamos con hombres que no existían, parejas ebrias, solitarios que caminaban con las manos en los bolsillos. Durante esos paseos, sin previo aviso, Ella estallaba como una tormenta de verano, decidiendo el estado de ánimo del mundo, enfurruñada por no encontrar un orden a palabras que acababa de escuchar. Entonces sus ojos pesaban demasiado, obligándome a desviar la mirada hacia los balcones de los edificios o a seguir con la vista el pedazo de calle que íbamos dejando atrás. De golpe se detenía, oteaba el viento como si fuera a contarle algún secreto y reanudaba la marcha sonriendo, en silencio, sin mencionar el mal sueño que acababa de atravesar. Ella los llamaba paseos de luna, a mí me gustaba oírselo decir.
El último amanecer nos encontró en un mercadillo del barrio viejo, buscando un ejemplar de Moby Dick. Le escribí mi dirección en una de sus páginas. No nos despedimos. Ella me prometió cartas que llegaron en sobres color crema con mi nombre escrito en letras rojas, ningún remite. Las escondí una a una en un cajón, aguardando para abrirlas el día en que terminaran. Creí saber que había llegado ese día la noche en que volví a verla, nacer de la pared negra, enredarse lentamente en la luz pálida del bar. Pero no era ella. Entonces volví a casa, abrí el cajón, cogí su última carta y subí a la azotea. En el aire flotaban los restos de la lluvia de la tarde. la música ausente se refugiaba en el silencio. Me apoyé en la cornisa y comencé a leer:
Mar de plata, 2 de julio.
Hoy maté al capitán. La noche es tranquila y las aguas color perla. Me he dado cuenta de que las olas nunca regresan al mar...
1 comentario:
Querido Pelayo:
Cuan grata ha sido mi sorpresa al encontrarte en la red, hace tiempo perdi tu direccion de correo electronico. Ayer en medio de una de esas noches de moral subterranea me dedique a poner en Google los nombres de mis conocidos, y aparecieron varios escritos tuyos, asi que llegue hasta aki. Me gustaria seguir en contacto, mi correo es sunt1@hotmail.com
Escribeme pues tengo ganas de saber de ti
un abrazo
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