El cementerio de las buenas intenciones.
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Autor: Pelayo Méndez.
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sábado, 9 de junio de 2007

Algo

Alicia siempre viaja en tren. Busca un asiento junto a la ventana, se duerme con un libro en las rodillas. Hoy la espero, hace mucho tiempo que no nos vemos. La veo llegar empujada por una marea de desconocidos, como una pequeña concha que las olas arrastran a la orilla de una playa. Parece un sueño, mientras se acerca siento que va a desaparecer. Tengo miedo de desviar la mirada y que deje de existir, como tantas otras veces.

Hola - suave, cómo si acabáramos de vernos esa misma mañana.

Calla y ahora soy yo el que querría dejar de existir. No digo nada, sólo sonrío. Paseamos, las calles están repletas de turistas, la ciudad está en fiestas. Alicia revolotea a mí alrededor. Habla del pasado y del futuro, me cuenta los viajes que ha hecho, los que ha planeado. Me cuenta que la gente del norte le da muchas vueltas a las cosas pero que ella prefiere no pensarlas demasiado, habla de jazz y de orquestas y yo sigo sin poder decir nada. Llegamos hasta una avenida cortada por un desfile. Alicia desaparece entre el ejército azul de serpientes de cartón piedra que bloquea el paso. Junto a mi los niños se pelean por ocupar la primera fila del espectáculo. Trató de buscar otro camino para cruzar pero no lo encuentro. Veo que Alicia está hablando con un policía, me hace señas con la mano para que me acerque. El policía sonríe. De pronto estoy en medio de la calle, frente a un enorme dragón de madera. Alguien me agarra del brazo y me arrastra por entre el tumulto de gente que se agolpa en la acera. Todo ha pasado. Nos alejamos del ruido por una callejuela. Poco a poco se va perdiendo a nuestra espalda el sonido de la fiesta y la voz de Alicia vuelve.

¿Dónde vamos? - pregunta.
Quiero que veas una cosa - al fin puedo hablar.
Callejeamos con paso rápido hasta el castillo, una pequeña ruina atrapada entre los edificios del barrio antiguo.
¿Es bonito? - pregunto, aunque no es una pregunta.
Alicia no contesta pero sus grandes ojos marrones miran los diminutos restos de la fortaleza.
¿Puedes entrar?
No lo sé - contesto.
¿Crees que habrá algo dentro?
No lo sé – pienso mientras me culpo por no haberlo imaginado antes.
¡Qué misterio! - concluye Alicia.

Seguimos así, hablando, caminando las horas más cortas del mundo. La acompaño a la estación. Me abraza. La observo desaparecer lentamente, sin volverse, por las escaleras que llevan a lo andenes. Me alejo triste. No logro evitar pensar que he olvidado decirle algo.

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