El cementerio de las buenas intenciones.
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Autor: Pelayo Méndez.
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domingo, 17 de junio de 2007

Espera un poco

Tiene los ojos verdes, brillantes, preciosos. Está bastante borracha. No me quedaré muy tranquilo dejándola volver sola pero también tiene carácter y esa necesidad continua de demostrar que ya no es una niña. No hay nada que hacer. ¿Cuanto hace que la conozco? ¿Diez años? Puede que más. Nos sentamos en un portal junto a su moto.

- Espera un poco, al menos...
- Da igual, - contesta - vete tu ya si quieres. Yo ahora cojo la moto en cuanto me espabile un poco.

La boca del metro está frente a nosotros pero aún no han abierto. El Apolo, la discoteca en la que solemos terminar la noche está a punto de cerrar. Las bandadas de clientes van dispersándose por la Avenida del Paralelo entre risas y empujones amistosos o revolotean cerca de las escaleras del metro y las paradas de autobuses.

- ¿Segura?.
- Sí vete, quiero quedarme aquí un rato.

No insisto. Se que va a esperar a hasta que Él salga. Sólo para ver si vuelve a casa solo o con alguna otra chica. Las luces del metro cobran vida poco a poco entre los aplausos y los gritos de ánimo de los que esperan. La dejo sentada en el portal y desciendo al reino de los fluorescentes. Bajo tierra pasillos, guardias de seguridad, espejos en los que prefieres no mirarte, cámaras, nerviosos perros policía con bozal y esa sensación familiar de rata guiada por un ejercito de conductivistas. Me prometo leer La colonia penitenciaria cuando llegue a casa aunque en el fondo sé que no me van a quedar fuerzas. En el vagón me siento frente a una pareja. La chica dormita sobre el hombro de él. Tiene una cara agradable. Me pregunto si tendrá los ojos verdes, ahora no puedo verlos, están cerrados. Apoyo la cabeza contra el cristal. Suena la alarma que indica el cierre de las puertas. El tren se pone en marcha.

Me despierta el ruido lejano de una voz metálica que no alcanzo a comprender. Abro los ojos y aún tardo unos segundos en darme cuenta de que sigo en el metro. No puedo creer que me haya dormido. El vagón está vacío, el tren se ha detenido en una estación y aunque leo varias veces el nombre de la parada en la que estoy no consigo entenderlo. Suena el aviso de cierre de puertas y me precipito fuera del vagón. Sin pensar en lo que estoy haciendo comienzo a seguir a la gente que recorre el andén camino de la salida. El pasillo se divide en dos, izquierda o derecha, me da igual, de nuevo trato de leer los indicadores sin entenderlos. El pasillo termina. Hay algo extraño al final de las escaleras que dan a la calle ¿El sol? ¿Cómo que el sol? Subo los escalones mientras miro mi reloj y descubro que llevo más de dos horas en el metro. Cuando alcanzo la acera el lugar me resulta vagamente familiar. ¿Dónde estoy? Me vuelvo. No es posible. Al otro lado de la calle puedo ver el Apolo, la boca del metro por la que me marché, veo su moto y a Ella dormida en el mismo portal donde la dejé. Tal vez estoy soñando. Me aproximo al paso de peatones, el semáforo está en rojo. No hay tráfico pero espero a que cambie. Cruzo la avenida despacio para despertarla, sin prisa, seguro de que está vez tardaré menos de dos horas.

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