El cementerio de las buenas intenciones.
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Autor: Pelayo Méndez.
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domingo, 3 de junio de 2007

6:00 A.C.

Los vagones de metro son especialmente silenciosos de madrugada. En plena fase depresiva de su borrachera los adolescentes regresan a casa mezclados con sacrificados trabajadores que los observan como padres preocupados. Están agotados y se amontonan esparcidos en pequeños grupos por el suelo del vagón. Miradas rojizas perdidas en el recuerdo de algún momento de la noche, manos impacientes, besos cansados. De madrugada las estaciones están prácticamente desiertas y en los bancos ha encontrado su cama algún que otro durmiente. Al salir del metro llueve suavemente, el cielo nocturno empieza a clarear. He bajado en la estación de Sagrada Familia y subo despacio por el paseo Gaudí. Al fondo puedo ver el Hospital de Sant Pau con sus pabellones modernistas sacados de un cuento de hadas. Escucho un silbido a mi espalda. Me vuelvo. Son dos chavales con pinta de acabar de salir de alguna de las discotecas de makineros cercana, recuerdo haberlos visto en la estación, llevan el pelo rapado, pantalón de chándal y camisetas blancas de tirantes. El más bajo de los dos lleva un crucifico dorado colgado al cuello, se me acerca:

- Tío, ¿tienes un euro?

Los observo con curiosidad. Me dan un poco de lastima. Pienso que tal vez necesiten un taxi. Meto la mano en el bolsillo y rebusco en ellos. Sólo tengo una moneda de cincuenta céntimos y otra de dos euros.

- Claro, pero mejor esto - le digo poniéndole en la mano la moneda de dos euros – Suerte.

Trato de alejarme pero el chico con la cruz en el pecho me agarra del hombro. Su compañero se ha colocado justo a su espalda. Me mira con odio, como si fuera a partirme la cara. No me asusta, corro muy rápido. Le pongo la mejor sonrisa que tengo. El chaval con la cruz en el pecho mira a su amigo y luego a mí, parece nervioso.

- Joder tío, ¿sabes qué?. Mi colega y yo estábamos aburridos y vamos buscando follón pero... – se calla un momento y mira la moneda que tiene en la palma de la mano – te has enrollado tanto que te vamos a dejar en paz.

El colega da un paso adelante, no parece muy convencido. Su amigo sonríe y aprieta con la mano en la que guarda la moneda el crucifijo que cuelga de su pecho. Entonces me suelta, se vuelve y abraza bruscamente por el cuello a su amigo forzándole a seguirle. Se alejan riendo y al cabo de unos pasos se giran los dos para despedirse levantando el brazo.

- Adiós... - les grito - que sobreviváis.

No creo que me hayan escuchado. Hablan y ríen mientras se alejan. Parecen felices. Continuo mi camino.
Una bandada de palomas me sobrevuela en dirección al hospital. En el final del paseo, en Sant Pau, la luz de la torre del reloj se apaga. Amanece.

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