El cementerio de las buenas intenciones.
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Autor: Pelayo Méndez.
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martes, 26 de junio de 2007

Memento mori

Es el tercer funeral al que acudo este mes. Conozco cada metro del camino al tanatorio casi de memoria. Podría hacerlo con los ojos cerrados. Vivo quiero decir. La verdad es que no tengo muy claro porque he venido. No conocía tanto al difunto, era amigo de mi Ex. Supongo que me he acostumbrado, al entrar en la capilla tengo la misma sensación que cuando vuelvo a casa por las noches; tranquilidad, fin del viaje. Sentándome en la última fila de bancos, junto al pasillo, consigo saludar a la menor cantidad de conocidos posibles. Los que entran no reparan en mi, los que salen no tienen ganas de detenerse estando ya tan cerca la excusa de la puerta. De todas formas no tiene ningún sentido, saludarnos digo, cuando se murió J. - el primero del mes - quizás pero ahora las condolencias y los gestos de tristeza se han repetido tanto entre nosotros que han llegado a parecer demasiado falsos. La capilla es pequeña, siempre se llena y no acabo de entender porque después de tantos intentos a nadie se le ocurre buscar un local con mayor aforo.

La chica japonesa acaba de aparecer, el mismo vestido de tirantes, las gafas de sol y aún así siempre tan radiante. He llegado a pensar que forma parte del atrezzo. Es delgada, tiene una melena oscura y larga casi hasta la cintura, el negro le sienta muy bien, lo imposible de encajar es el carricoche con un niño rubio de aspecto de nórdico que arrastra siempre con ella. Me levanto y le ofrezco mi sitio, ella acepta con una sonrisa. Al fondo de la sala el hermano del fallecido se dispone a dirigirnos unas palabras. Es la parte más cruel, contarle lo mal que lo estás pasando a un grupo de desconocidos. El pequeño vikingo, como si me hubiera leído el pensamiento, comienza por emitir una especie de ruiditos extraños y rompe a llorar de golpe. La chica japonesa se alarma y trata de distraer al niño con el chupete pero ni caso. El público se vuelve hacia nosotros lanzándonos al unisono una mirada de reproche que parece ensayada. Algunos me hacen gestos con el dedo indicando que guarde silencio aunque no soy yo el que esta llorando. Les contesto encogiéndome de hombros. ¿Qué quieren que haga? La japonesa me agarra del brazo y con el niño ya en brazos me señala el cochecito. Dichosa sonrisa. Le digo que sí con la cabeza y ella sale disparada por la puerta. Vuelvo a mi asiento. El eco del llanto aún se escucha retumbar largos segundos por los pasillos del tanatorio, cada vez más lejos y la concurrencia continúa mirándome fijamente hasta que no desaparece del todo. Cuando se reanuda la ceremonia tengo la impresión de haber sido yo el que se ha cargado al muerto.

Una hora después sigo allí. Sentado en la última fila de la capilla, con la cabeza apoyada sobre una mano y la otra sujetando el carricoche. La japonesa no aparece. La capilla ha ido quedando vacía. Por supuesto a medida que han ido saliendo ninguno de los asistentes se ha olvidado de despedirse de mi con una mirada de desprecio. La sonrisa burlona de mi Ex, después de mirar el carricoche y a mi varias veces, para enmarcarla. Un empleado del tanatorio se acerca para preguntarme si me importaría apartar el carrito del bebe porque tienen que sacar el ataúd. Hago el amago de contestarle pero no estoy muy seguro de poder explicarme bien. En el pasillo tampoco hay rastro de la japonesa, ni en la entrada, ni en el aparcamiento. El recinto está completamente vacío salvo por un hombre que da vueltas en círculo mientras habla por un teléfono móvil. Me siento en las escaleras del tanatorio jugando a mecer el carricoche. El hombre del teléfono móvil comienza a mirarme de una forma un tanto extraña. Se ha levantado el viento y las hojas secas apiladas en montones a lo largo del aparcamiento se esparcen ahora por el asfalto. Algunas caen dentro del carricoche y una de ellas se me pega en la cara. Al quitármela veo al hombre del teléfono frente a mi. Es tan alto como una montaña. Suelta una frase un tanto brusca arrastrando las erres y me arranca el carricoche de las manos. De nada, le grito cuando se ha alejado un buen trecho. Se vuelve y comienza a acercarse, parece enfadado. Tal vez no me haya escuchado bien por culpa del viento.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

También estuve en ese funeral. Ahora comprendo por qué no me viste

Olalla dijo...

Me gusta mucho, Pela. La verdad es que me parece que todo lo que haces da sus frutos.Tremenda sensibilidad.
Un abrazo fuerte desde tierra charra.

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