El cementerio de las buenas intenciones.
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Autor: Pelayo Méndez.
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jueves, 26 de julio de 2007

Ropa usada

Estábamos sentados en el suelo, la espalda contra la pared, junto al mostrador. Cris puso en marcha la radio y la música comenzó a sonar. Recorrí la tienda con la mirada; una estancia cuadrada, rodeada de percheros repletos de ropa usada. Las paredes eran de color azul, adornadas con estrellas fabricadas en papel de plata y varios cuadros. Junto a la puerta que daba al almacén había un espejo de madera. El techo tenía un tono rosa pálido, salpicado con diminutas lámparas de luz blanca, aunque la principal iluminación de la tienda provenía de una enorme esfera de papel que ocultaba una bombilla en su interior.
A mi lado Cris canturreaba bajo el humo de un cigarrillo, mientras vigilaba la puerta por si entraba algún cliente. La melena le cubría la cara y solamente cuando se giraba para hablar podía verle los ojos, el verde de sus pupilas brillaba aún más semioculto tras sus cabellos negros. Tenía como siempre la mirada perdida en algún país lejano al que sólo ella sabía llegar, el rostro en calma, sereno, con gestos suaves y escasos jugaba a cambiarse de un dedo a otro aquel anillo dorado del que nunca se separó.
"Lo encontré en un estanque de luna ", me dijo una vez y aunque yo no entendí a que se refería tampoco me atreví a preguntar.
Detrás del mostrador asomaban varias torres de cajas de cartón, algunos carteles enrollados y montañas de perchas. Había ropa de invierno tirada por todas partes y una pila de camisas de tonos tristes esperando su turno sobre la tabla de planchar. Reparé en dos cuadros que había en un rincón, apoyados contra la pared.
- ¿De quién son? - pregunté señalándolos torpemente con el dedo.
- Para vender - contestó ella y esbozó una tenue sonrisa por la que se escapó una diminuta nube de humo. - Me los han devuelto esta mañana.
Cris me pasó el cigarrillo. Detuve por unos instantes mi mirada en los cuadros con la sensación de que debían recordarme algo. Luego volví los ojos hacia los percheros y dejé que saltaran de prenda en prenda sobre las camisetas de colores vivos y las cazadoras de tonos muertos.
- No entiendo que te los hayan devuelto, - dije dando una calada al cigarrillo. - ¿Quién devuelve un cuadro?
Cris no respondió. En silencio se puso en pie tras el mostrador y redujo el volumen de la música. Me miró con aquella mirada de curiosidad suya que te obligaba a apartar la vista para no convertirte en sal. La puerta de la tienda se abrió anunciada por el tintineo de las campanillas que colgaban del dintel y dos chicas vestidas con uniforme escolar entraron sonriendo tímidamente, se dirigieron hacia las prendas del fondo y comenzaron a probarse cazadoras frente al espejo. Cris las perseguía con la mirada todo el tiempo, fingiendo que ordenaba las camisas apiladas sobre la tabla de planchar. A tientas sus manos doblaban y desdoblaban una y otra vez el mismo cuello, primero sus dedos lo alisaban con suavidad, después tiraban de él con un movimiento seco. Cuando las chicas se fueron volvió a sentarse de nuevo en el suelo junto a mí, los brazos abrazados sobre sus rodillas, la mirada fija en el sordo tintineo de las campanillas de la puerta.
- Tengo que vigilar - susurro, - últimamente me roban muchas prendas.
- Y te devuelven cuadros... - añadí poniendo la mirada sobre aquellas pinturas abandonadas contra la pared.
Cris encendió otro cigarrillo y meditó un momento su respuesta vagabundeando la mirada por el techo de la tienda.
- Verás... – comenzó - Esta mañana apareció un chico diciendo que quería devolverlos. Son de Diego, el francés, no sé si tú lo conoces. Pues verás... llegó y dijo que quería devolverlos. Yo no lo conocía. Al principio pensé que bromeaba. No paraba de sonreír, yo casi ni me acordaba de aquellos cuadros, probablemente los había vendido hacía meses. Le escuche pensando que ya le había dado a Diego su parte y no tenía intención de quedármelos, tengo el almacén lleno de sus cuadros, no se venden demasiado. Pero entonces me explicó porqué quería devolverlos. Me contó que después de comprar los cuadros había decidido colgarlos en su cuarto, desde entonces eran lo primero que veía cada mañana al despertarse. Poco a poco la imagen de la modelo que aparece en ellos comenzó a fascinarle, tanto que quiso aprender a dibujarla. Me confesó que no era buen dibujante pero que le dedicó mucho tiempo, repetía el dibujo incansable cada noche y al final lo consiguió, podía hacer una réplica exacta incluso con los ojos cerrados, o al menos eso fue lo que él dijo. Para entonces pintar aquel rostro se convirtió en una especie de acto reflejo para él. Cada vez que tenía una hoja en blanco delante y un lápiz en las manos no podía resistirse a dibujarlo...
El relato se interrumpió de improviso. Cris se levantó y miró a través del escaparate como esperando ver pasar a alguien. Acercó su mano a la radio y giró el dial hasta que una melodía negra comenzó a deslizarse por el altavoz. Cogió otro cigarrillo y lo encendió ocultando la llama del mechero tras sus cabellos, luego dibujó un círculo con su labios y dejó que el humo saliera a intervalos, esculpiendo rosquillas color ceniza en el aire. La escasa luz del día que penetraba por el cristal del escaparte comenzó a oscurecerse a su espalda, en un segundo infinitas gotas de lluvia nacieron en su superficie.
- Entonces, – continuó Cris sentándose de nuevo, - al parecer una noche conoció a una chica en un bar. Pasaron juntos aquella noche y la siguiente pero ella tuvo que marcharse porque no vivía en la ciudad. Me contó que durante los días que siguieron a su marcha lo pasó mal. Me dijo que vivía con la sensación de que algo malo estaba ocurriendo, no sabía el qué ni cómo. Al menos eso fue lo que entendí. Fue entonces cuando compro los cuadros, cuando aprendió a dibujarlos. Una tarde, al regresar a su pensión, la dueña le dijo que tenía una visita. No esperaba a nadie. Abrió lentamente la puerta de su habitación y entonces la vio. Era Ella. Había regresado. Estaba de pie junto a la cama, miraba los cuadros y luego le miraba a él. Parecía un poco asustada. Él no se atrevía a acercarse. Al cabo de un momento ella se le aproximó: "¿Cómo tienes estos cuadros?" preguntó. "¿Por qué? ¿Los conoces?", contestó él. "Conozco al pintor," dijo ella, "esa chica, la del cuadro, soy yo."
Las campanillas de la puerta se alborotaron de nuevo. Cris se levantó despacio, como si se hubiera quedado dormida y despertara de un largo sueño. Un hombre mayor se acercó al mostrador, preguntaba por una dirección. Mientras ella le indicaba el camino me puse en pie y me acerque a los cuadros para observarlos. En el primero de ellos una mujer joven caminaba por una calle anaranjada, al fondo podía verse la torre Eiffel. Los trazos eran agudos y nerviosos. Había letras flotando en el aire, por todas partes, sin llegar a formar ninguna palabra concreta. El segundo cuadro era más oscuro, representaba a una mujer sentada en un sofá, fumando distraídamente mientras miraba por una ventana. Ambas mujeres se parecían a grandes rasgos sin a llegar a ser la misma.
- ¿Cuánto cuestan?, pregunté.
- Uno de ellos veinticinco, el otro cincuenta - contestó Cris sin volverse mientras rebuscaba entre los discos apilados bajo el mostrador.
- ¿Cuál de ellos?.
- La chica de los ojos claros vale cincuenta, - contestó - creo que es ella.
Contemplé de nuevo los retratos. Por momentos las figuras me parecían idénticas, otras veces totalmente diferentes, ninguna de las dos tenía los ojos claros. Me volví hacía el mostrador. Cris había encendido otro cigarrillo y movía la cabeza al ritmo de la música. Nos miramos, sonreímos y sin saber porque me sentí culpable por lo mal que se me daba dibujar.

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