El cementerio de las buenas intenciones.
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Autor: Pelayo Méndez.
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miércoles, 1 de agosto de 2007

Cosas que no pasan I

La primera semana de cada mes J. tenía que ocuparse de la tienda de sus jefes en Sitges, un pequeño pueblo turístico de la costa. Le gustaba el viaje en tren, una cafetería de madera cerca de su trabajo llamada "El caracol" y que desde la costa pudiera verse ocasionalmente algún delfín. No le gustaban su jefa, ni los clientes ricos y maleducados que acudían a pasar el verano al pueblo, ni los que no acudían en invierno y le hacían pasarse horas sola y aburrida en el pequeño local.

Para la hora del almuerzo había inventado una manera de poder dormir un poco dentro de la tienda. Extendía la tela que rodeaba el probador y la enganchaba en una de las mulas que sostenían la ropa de invierno, después esparcía varios cojines sobre una piel de leopardo que había en el suelo y se tumbaba en ellos, a salvo de las miradas incómodas de quién pudiera detenerse frente al escaparate. Solía dormirse pensando que todo aquella situación duraría sólo una semana, o repitiendo conversaciones imaginarias en su cabeza que le permitían repasar el poco castellano que había aprendido. Nunca le resulto fácil nuestra lengua, cuando no recordaba o no conocía alguna de las palabras que necesitaba emplear la reemplazaba por un ruidito que a su entender venía querer decir lo mismo, al menos en sueco. Después se dormía.


Una tarde, mientras descansaba en su escondite, la despertaron unos golpes en la puerta del local. Se incorporó sobresaltada pensando que podrían ser sus jefes. Asomó un poco la cabeza fuera de la tela del probador, había alguien en la puerta pero los carteles que había colgados en ella no permitían ver quién era. Rápidamente desmontó su campamento; colocó la lona en su estado natural, puso los percheros junto a la pared y recogió los cojines. Volvieron a llamar.

- Es cerrado, - dijo J.
- ¡Oh! - respondió una voz de hombre - lo siento, pero me preguntaba si podrías hacer el favor de atenderme...
- No creo que pueda, uhum.
- Vaya. Verás... me da un poco de vergüenza venir luego, cuando haya gente, quería comprarme algo de ropa para una fiesta y...
- Sólo vendemos ropa de mujer, -se apresuró a adelantar J.
- Lo sé, por eso.. - contestó el hombre.

J. miró a su alrededor. Dudo un momento y después pensó que de todas maneras ya no le daba tiempo a dormirse de nuevo. La tienda estaba en penumbra, al abrir la puerta la luz del sol lacegó , retrocedió unos pasos, frente a ella se encontraba un hombre joven, delgado, con unas gafas de sol no del todo opacas y excesivamente grandes para su estrecha cara. La observaba como si pudiera atravesarla con la mirada. J. tuvo la sensación de conocerle de algún sitio.

- Ok. Momento. Voy a encender las luces - se disculpó J. - Puede pasar.
- Gracias cuttie - respondió el hombre, titubeo un poco pero al final se decidió a entrar lentamente en la tienda.

La bombilla del almacén estaba fundida. J. a penas podía distinguir los contornos de las cajas almacenadas por el suelo pero tanteando consiguió llegar hasta el interruptor principal sin tropezar con nada. Cuando regresó a la tienda encontró al hombre congelado en medio del local. Parecía perdido.

- Querer... quieres algo en concreto - pregunto suavemente J.
- Si cariño - dijo él - una falda y un top.. rosa... si puede ser.
- Allí hay...
- No, no - la interrumpió el hombre - lo que tú escojas valdrá ¿Dónde está el probador?
- Al fondo, uhum - respondió un tanto extrañada pues se veía bastante bien donde estaba.

J. se acercó a uno de los armarios y buscó en él un top, estaba todavía un poco dormida y no le apetecía pensar demasiado. Sacó de los percheros la primera falda que encontró y le colocó ambas prendas al hombre.

- ¿Qué tal me queda? ¿Está bien no? - preguntó el cliente al salir del probador.

J. no contestó. Definitivamente no había acertado ni de lejos combinar los colores. Aunque llevaba tiempo trabajando allí aún no se había acostumbrado a ver a los hombres vestidos de mujer. Tampoco ocurría tan a menudo. Él ni siquiera se había quitado las gafas de sol, el pistacho y el rosa le daban un toque demasiado extraño. La piel de tigre a sus pies tampoco ayudaba a mejorar la escena. "Uhum", pensó J.


- La verdad, - dijo al fin - cómo es... no le veo con ese vestido.

El hombre pareció de pronto un tanto desilusionado, bajó la cabeza y volvió a entrar en el probador. J. se sintió un tanto azorada por no haber sido más amable con él. Quiso arreglarlo.

- Igual no está tan mal. Depende de como lo mires, los colores son de cada uno.
- Bueno... - dijo el hombre sonriendo desde detrás de la cortina. - La verdad es que yo tampoco lo veo cuttie. Tal vez otro día, si es que alguna vez recupero la vista.
- Ok, - dijó J. y comenzó a ordenar la tienda mientras repetía en su cabeza la conversación con el hombre. "¿Qué querrá decir recuperar?" pensó J. "Uhum, tal vez deba preguntárselo a él."

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